En los días 15 y 16 de septiembre de 2017, el Instituto de Investigación AfroLatinoamericano del Centro Hutchins de la Universidad de Harvard abrigó un taller con veinte arqueólogas y arqueólogos de las Américas y del Caribe. Las conferencias demostraron cómo el foco en la arqueología afro-latinoamericana desafía preocupaciones centrales de la arqueología. Demostraron también que la arqueología contribuye a la transformación de la antropología y de los estudios afro-latino-americanos, incluyendo la comprensión profunda de las dinámicas de la diáspora africana, criollización, génesis de las economías modernas, jerarquías sociales y esclavitud, consumo, ontologías, biopolítica, estética, patrimonio cultural, y luchas contemporáneas por la soberanía. En el presente ensayo, valiéndonos sobre todo de los debates ocurridos en nuestro taller, delineamos el campo de la arqueología afro-latinoamericana. Nuestra intención es, también, señalar cómo él puede contribuir con la antropología, los estudios afrolatinoamericanos y las políticas afro-reparativas.
On September 15 and 16, 2017, the Afro-Latin American Research Institute at the Hutchins Center for African and African American Research at Harvard University hosted a workshop of 20 archaeologists from across the Americas and the Caribbean. Workshop proceedings demonstrate how a focus on Afro-Latin America challenges crucial concerns in archaeology. Likewise, workshop discussions showed the transformative contributions that archaeology makes to anthropology and to Afro-Latin American studies, including deeper understanding of the dynamics of African diaspora, racialization, colonialism, early modern economies, social hierarchies and slavery, consumerism, ontologies, biopolitics, aesthetics, cultural heritage, and contemporary struggles for sovereignty. In this paper we delineate the field of Afro-Latin American Archaeology using mainly the debates that took place in our workshop. Our aim is to highlight how Afro-Latin American Archaeology can contribute to anthropology, to Afro-Latin American studies, and to the politics of afro-reparation as well.
Nos dias 15 e 16 de setembro de 2017, o Instituto de Pesquisa Afro-LatinoAmericano do Centro Hutchins da Universidade de Harvard abrigou um workshop com vinte arqueólogas e arqueólogos das Américas e do Caribe. As conferências demonstraram como o foco na arqueologia afro-latino-americana desafia preocupações centrais da arqueologia. Mostraram, ainda, que a arqueologia contribui à transformação da antropologia e dos estudos afro-latino-americanos, incluindo-se a compreensão aprofundada das dinâmicas da diáspora africana, crioulização, gênese das economias modernas, hierarquias sociais e escravidão, consumo, ontologias, biopolítica, estética, patrimônio cultural, e lutas contemporâneas pela soberania. Nesse ensaio, valendonos sobretudo dos debates ocorridos em nosso workshop, delinearemos o campo da arqueologia afro-latino-americana. Nossa intenção é, também, assinalar como ele pode contribuir com a antropologia, os estudos afro-latinos-americanos e as políticas afroreparatórias.
Los aniversarios nos invitan a reflexionar sobre el pasado y a vislumbrar unfuturo mejor. El año 2017 nos recordó los 500 años de la formación de América Latina y de las relaciones entre capitalismo, globalización y modernidad. En 1517, la expedición de Francisco Hernández de Córdoba (1475-1517) arribó de forma precaria a la costa septentrional de Yucatán; sin embargo, preanunció una serie de proyectos coloniales de la conquista, ocupación y control de las Américas. Ese aniversario provoca teóricamente y metodológicamente a la arqueología. Los arqueólogos históricos dedican una atención creciente a los procesos coloniales efectuados en diferentes períodos y lugares del mundo. Sin embargo, silencian frecuentemente acerca del persistente, persuasivo y creativo colectivo humano, vívido modelador de la colonialidad y postcolonialidad en América-Latina: africanos y sus descendientes.
Una de las implicancias de ese silencio es la ausencia de diálogo activo con los movimientos contemporáneos que propugnan mayor visibilidad, poder político y justicia social para afro-latinoamericanos. El silencio incomoda tanto como el ruido. Molesta más cuando es político. De ahí que investigadores activistas latinoamericanos endilgaron un significado de justicia a sus trabajos, nominándolos como afroreparaciones (Rosero Labbé y Barcelos, 2007). La arqueología, aunque posea habilidad para ver lo que se intentó esconder y evidenciar la materialidad de las acciones sociales, no ha participado de los debates sobre afro-reparaciones.
De todos modos, el emergente campo de la arqueología afrolatinamericana se está revelando notable. Su nuevo y necesario foco en afro-latinoamericanos viene interrogando premisas teóricas y metodológicas de la arqueología. Eso se tornó aún más evidente para nosotros por medio de la experiencia que protagonizamos en un reciente workshop. Ocurrido en los días 15 y 16 de septiembre de 2017, en el Instituto de Investigación Afro-Latinoamericano del Centro Hutchins de la Universidad de Harvard, y financiado por la Fundación Wenner-Gren para Investigaciones Antropológicas, el workshop fue organizado por Alejandro de la Fuente (Harvard University) y Kathryn Sampeck (Illinois State University). Reunió 20 colegas en diferentes etapas de la carrera, cuyos trabajos abarcan distintos períodos de las Américas y del Caribe. Sus discusiones son la llama de inspiración de este ensayo. Ellas nos permitieron delinear con mayor precisión el campo de la arqueología afro-latinamericana. Al tomarlo como fulcro, no circunscribiremos sus límites en un gesto de parroquialismo disciplinario. Nuestra intención es señalar cómo él puede contribuir, también, con la antropología, a los estudios afro-latinoamericanos y a las políticas afro-reparativas.
La arqueología afro-latinamericana confronta el paradigma de sitio arqueológico. Este último se asenta en un truismo. Los arqueólogos construyen conocimiento en términos de sitios: ellos son la espina dorsal del código disciplinar de la arqueología (Fotiadis, 1998); la definición de sitio exige escoger la escala y la teoría,lo que crea límites interpretativos (Dunnell, 1992; Fotiadis, 1998). Por vivir bajo constante coerción, sujetos a los caprichos de los propietarios y a los reveses de los procesos diaspóricos, los afro-latinoamericanos frecuentemente llevaron una vida más peripatética que otros colectivos humanos. Mientras tanto, dejaron sus materialidades por donde quiera que hayan vivido.
Es imposible, delante de la diáspora afro-latinamericana, mantenerse hipnotizado por el fetichismo del sitio arqueológico. Véanse los quilombos1. La arqueología de los quilombos es el estudio de colectivos que buscaban formas alternativas de vida, afrontando el colonialismo, el racismo y la violencia de los sistemas esclavistas; por eso, un colectivo, un territorio ancestral y sus procesos históricos son simultáneamente quilombolas (Ferreira,2018). Un quilombo es, en el presente, un módulo de resistencia, en muchos casos radical, a los valores del coronelismo y del latifundio; así como lo fue en el pasado durante los regímenes esclavistas (Ferreira, 2015). Anna Browne Ribeiro, de la Universidad de Louisville, desarrolló, en nuestro workshop, la polisemia de los términos quilombo y quilombola. Trabajando con la comunidad de Gurupá en la Amazonía brasileña, ella mostró como esos términos se relacionan a las experiencias de una comunidad y a sus procesos de movilidad y etnogénesis.Mientras la típica metodología centrada en el sitio delimita uniformidad, frontera rígida y particularismo, los quilombos son paisajes heterogéneos dónde quilombolas siempre se desplazan construyendo sus narrativas sobre el pasado y sus materialidades cotidianas. Es como en Terra Sonâmbula, del escritor mozambiqueño Mia Couto: caminante y paisaje cambian mutua y continuamente conforme caminan.
Estudiar quilombos requiere una arqueología del nomadismo. Esto es así porque muchos asentamientos quilombolas eran temporarios. Lo que nos obliga a pensar diacrónicamente la materialidad de esos campamentos transitorios, fugaces. Esa suerte de arqueología ya fue bien llevada a cabo en Cuba (La Rosa Corzo, 2003). Es fundamental para volver a trazar las redes de solidaridad tejidas históricamente entre quilombolas, senzalas2 y núcleos rurales y urbanos. Y para entender la formación de comunidades quilombolas post-abolición. Después de los procesos de emancipación, varias comunidades formaron quilombos en territorios clasificados como ancestrales, aquellos lugares para donde huyeron sus antepasados (Ferreira, 2018:557).
Como enfatiza Anna Browne Ribeiro, un quilombo es simultáneamente palimpsesto y mosaico multiespacial y multicultural: vestigios arqueológicos, lugares de uso, asentamientos provisorios y áreas repletas de etnoconocimientos. Un quilombola puede ser un individuo, generalmente de piel oscura; pero hay casos, como en el Sur de Brasil ─ específicamente en Pelotas ─, donde personas de ascendencia europea se autodeclaran quilombolas. En esa misma región, uno de nosotros(Ferreira) ya oyó afrodescendientes quilombolas hablando pomerano e italiano. Esto apunta, siguiendo a Anna Browne Ribeiro, las articulaciones que los afrodescendientes ─ y al depender del contexto eso se aplica también a otros colectivos excluidos que con ellos se asocian y comparten la vida ─ mantienen con el pasado para construir sus comunidades.
Esa reconsideración de la noción del sitio integra un debate que está en el núcleo de la arqueología histórica hace más de dos décadas. La arqueología afro-latinoamericana confronta la tendencia parroquial de la arqueología histórica (Orser, 2012). La fantasía de conocer un sitio en detalle, en las filigranas de la formación del “registro arqueológico” es, mínimamente, evasiva. Fragmenta las fuerzas y procesos históricos más amplios que condujeron poblaciones enteras a vivir en localizaciones específicasy en condiciones muy particulares: en los márgenes y en la exclusión. Las cuestiones económicas, sociales y políticas de los mundos colonial y post-colonial no pueden ser fraccionadas cuando estudiamos contextos afro-latinoamericanos (de la Fuente, 2008).
Así, también trabajando en Brasil, Lúcio Menezes Ferreira, de la Universidad Federal de Pelotas, discutió en nuestro workshop cómo tres poderosas instituciones históricas – esclavitud, liberalismo y capitalismo – constituyeron la modernidad. Esa discusión, como sabemos, fue inaugurada por Karl Marx y ya es lugar común entre los historiadores (Johnson, 2013; Williams,2012[1947]), especialmente para los que investigan contextos latinoamericanos (Grandin, 2014). En la antropología, la discusión empezó en los finales de los años 1960 (Mintz, 1985). En la arqueología histórica es innegable que la emergencia y proyección del área, a partir de los años 1970, se dio por medio de estudios sobre modernidad y capitalismo, con el foco, muchas veces, direccionado a la esclavitud y a los sistemas de trabajo en las plantaciones (Leone y Knauf, 2015; Leone y Porter, 1999).
Con raras excepciones (cf. Gomes Coelho, 2017), la arqueología afro-latinoamericana no adopta esta escala de análisis. Lúcio Menezes Ferreira enuncia cómo la esclavización de africanos y criollos, al lado de la articulación comercial vía mundo Atlántico, proporcionaron un cúmulo de fortunas en Pelotas. Como sistemas productivos,las charqueadas atendían a una demanda central del mundo Atlántico: la carne salada. Ella era fundamental para el consumo de la población en general. Es sabido que muchas rebeliones populares y huelgas, como en Salvador, Bahía, se iniciaron por falta de carne en el mercado (Graham, 2013). También era imprescindible para una clase trabajadora que fue motriz de la economía global: los marineros (Linebaugh & Rediker, 2008). Además, integraba parte de la dieta de los esclavizados. Así es cómo el charqui, además de atender las economías regionales de Brasil, era exportado masivamente para los principales puertos del mundo Atlántico, incluyendo los Estados Unidos, el Caribe y la Europa.
La riqueza extraída del tasajo o, mejor dicho, del trabajo esclavo, permitió la construcción de sedes ostentosas en las charqueadas. También posibilitó la urbanización de la ciudad en moldes igualmente fastuosos (cuyo centro histórico, en mayo de 2018,fue tombado por el Instituto del Património Histórico y Artístico Nacional), y la centralización del poder político por medio de las relaciones de compadrazgo establecidas por los dueños de las charqueadas. Influyó en la ideología liberal del gaúcho como rudo, pero auténtico en su indómita libertad y aristocrática civilidad. La belleza del caserío de Pelotas y de las sedes de las charqueadas fueron reconocidas en el siglo XIX, tanto por el Conde d´Eu como por Arsène Isabelle, ¡y además fue ironizada por Machado de Assis! Como arqueólogos, sabemos que la belleza arquitectónica es un artificio para internalizar reglas de comportamiento.Así, su grandilocuencia estética intenta intimidar.
Las charqueadas pelotenses no escaparon a la regla. Pero hay más. Sus posiciones en el espacio organizaban una topografía de vigilancia que abarcaba el cotidiano del trabajo y de las senzalas. El comerciante francés Nicolau Dreys, en una sentencia que podría ilustrar el sistema disciplinar de Foucault, afirmó: “una charqueada bien administrada es un sistema penitenciario” (Dreys, 1990 [1839]). Ciertamente que entender las edificaciones como sistemas de vigilancia de esclavizados es una de las tónicas de la arqueología de la diáspora africana (cf. síntesis en Singleton, 2015a), y ya fue trabajada en otros contextos de Brasil (Souza, 2007; Symanski y Gomes, 2016).
La topografía de la vigilancia en las charqueadas pelotenses funcionaba como gradiente de proximidad y distancia.Proximidad entre las unidades de producción y las senzalas; relativa distancia de la sede en relación a las unidades de producción y de las senzalas, asegurando una mirada escudriñadora sobre lo cotidiano. En el caso de la charqueada São João, construida en 1808, otras materialidades son relevantes en esta discusión. Primero, la casa del capataz. Ella está literalmente pegada pared contra pared a la senzala. Las actividades de los esclavizados y esclavizadas podrían no sólo ser vistas, sino que también podría ser oído lo que ellos estaban haciendo en el interior de la senzala3. Escuchar sus movimientos, conversaciones, ruidos. Lo que nos lleva a concluir que un sistema de control social, como fue la institución de la esclavitud, acciona a varios sentidos humanos, además de la mirada. La segunda materialidad es una ostensiva picota en frente de la senzala, articulando la vigilancia y la punición.
En síntesis, las charquedas combinaban: políticas liberales de integración al mundo Atlántico;estética que insuflaba un pensamiento liberal con ethos aristocráticos, promoviendo el ideal del gaúcho como libre, sin impedimentos, pero, civilizado;la producción del charque fundada en la topografía de la vigilancia y del castigo. Tal interpretación, con coordenadas más amplias, sólo las divisamos cuando trascendemos las fronteras de un sitio arqueológico. Es lo que también apuntó, durante nuestro workshop, Felipe Gaitan-Ammann, arqueólogo de la ciudad de Bogotá. Él rebatió las narrativas color de rosa sobre la génesis de las economías modernas en América Latina, la fábula de la tierra de abundancia, propulsora del lento e inexorable crecimiento económico que condujo a la “independencia” política. Investigando la humanidad de los traficantes de esclavos, quienes eran ellos y los lugares que crearon en Panamá, él diseccionó la primera empresa de tráfico de esclavos a gran escala en las Américas.
Hoy suena inapropiado hablar de humanidad de los traficantes de esclavos. Pero traficar africanos era, hasta mediados del siglo XIX, uno de los negocios más rentables del mundo Atlántico. En esas empresas participaban accionistas grandes y pequeños, nobles y burgueses, comerciantes y clases trabajadoras. Ellos financiaban los navíos, reclutaban marineros, compraban víveres, inclusive charque. Esa es una historia humana de personas cuya ética les permitía obtener ganancias con la venta de seres humanos (Rediker, 2007). De ahí, GaitanAmmann concluye que el traficante moderno de esclavos se asemeja al contemporáneo especulador viviendo un sueño capitalista. La realidad cruda de ese sueño es que, para los africanos, las Américas no eran tierras de las “visiones del paraíso”; eran colonias de trabajos forzados, violencia y muerte. Las narrativas sobre el gaúcho libre y la abundancia económica de América Latina enmascaran la muerte y la violencia, borran de sus tramas los que se atrevieron a otras vidas, reinventándolas creativamente, como los quilombolas. Esa es una historia humana, cuyas fronteras no se subsumen a la violencia abstractiva de los Estados Nacionales y tampoco por los límites pitagóricos con los cuales nos acostumbramos a proyectar un sitio arqueológico.
Se puede considerar perentoriamente la arqueología afrolatinoamericana como parte de la arqueología de la diáspora africana, la cual se amplió mucho en los últimos 20 años. Pero tal crecimiento es desproporcional en relación a América Latina. La mayoría de los estudios en arqueología de la diáspora africana se concentran en contextos coloniales y post-coloniales de los Estados Unidos o de las antiguas colonias británicas del Caribe. Aquí reposa una paradoja: la esclavización de africanos y afrodescendientes fue más antigua y duradera en América Latina. ¿Entonces por qué no hay más estudios del género en América Latina? Hay razones institucionales para eso. Al contrario de los Estados Unidos, en la mayoría de los países latinoamericanos, la arqueología histórica ─ área donde se inserta la arqueología de la diáspora africana ─ salvo en Brasil y Argentina, es un área menor o inexistente; raramente figura en los currículos universitarios e instituciones de investigación. Y, por razones logísticas, tal vez sea más conveniente para un arqueólogo histórico americano trabajar en el Caribe de habla inglesa y en lugares más próximos a los Estados Unidos.
Pero la razón principal es que, poseyendo la más antigua y duradera diáspora africana, en América Latina lo que se llama históricamente criollización, proceso catalizador que abarca fronteras sociales, étnicas y de clase, dificulta una clara identificación y separación de colectivos humanos específicos. En el siglo XVI, por ejemplo, los vínculos religiosos importaban más que la noción de raza en las relaciones de trabajo, étnicas y sociales.En los siglos XVIII y XIX, períodos preferenciales de las investigaciones en arqueología de la diáspora africana, aquellas relaciones ya estaban más codificadas (Epperson, 1999; Heywood y Thornton 2007). Ahora bien, en la arqueología ya hay abundante literatura crítica sobre hibridismo (Card, 2013; Deagan, 1973, 2004). Los modelos iniciales de aculturación realzaron una imposición unidireccional y jerarquizada de prácticas y materialidades en contextos coloniales y post-coloniales; más fructíferos fueron los estudios posteriores que intentaron explicar los procesos de criollización a lo largo del tiempo (Dawdy 2000, 2005).
Un obstáculo significativo para el avance de las investigaciones es entender la criollización como encuentro de formas discretas, como contacto cultural imbuido en plasticidad. Tomemos un ejemplo: África y la Península Ibérica tuvieron una larga historia de fertilizaciones cruzadas y compartidas, mucho antes de la expansión colonial en América. Se establecieron vínculos complejos y conflictivos, entre imperativos religiosos, luchas por dominación política, reglamentaciones sobre trabajo esclavo (Heywood y Thornton, 2007; Pike, 1967) y normas de conducta, ampliamente inspiradas en el mundo islámico,entre esclavizadores y esclavizados (Grandin, 2014). Responder quién era criollo y quién era nativo en España y Portugal no es una cuestión fácil. El deseo de mantener un control cuidadoso sobre quien participaría de las empresas coloniales permitía trazar distinciones que eran más difíciles de resolver internamente.
Entender los procesos de etnogénesis de afro-latinoamericanos presenta problemas complejos frente a la realidad intrincada de la criollización. Si de un lado es una premisa con la que debemos lidiar, del otro posee una fuerte entonación ideológica. En América Latina, las ideas de transculturación, vía Fernando Ortiz en Cuba, de meliflua plasticidad en las relaciones raciales en el Brasil esclavista, según Gilberto Freyre, y de raza cósmica, del filósofo mexicano José María Vasconcelos, terminaron sepultando la negritud en mestizaje. Sin embargo, reconocerlo no significa negar la inventiva de esos intelectuales y su aplicación en la arqueología histórica latinoamericana (Funari y Ferreira, 2016). Mientras las ideologías de criollización son basadas en la invisibilización, o en el blanqueamiento progresivo de africanos y otros sujetos subalternizados, los arqueólogos pueden explorar ese problema evidenciando la existencia, acciones sociales y materialidades de esos mismos sujetos. En Brasil, por ejemplo, la investigación notable de Camilla Agostini (2013) describió relaciones materiales que mezclaron, en el siglo XIX, cosmologías de cultos católicos y africanos. Aún en Brasil, los antropólogos están reconsiderando el mestizaje en los términos de teorías nativas sobre la mezcla y la no mezcla, realizando etnografías sobre el encuentro de mundos donde las diferencias culturales de indígenas y afro-brasileños confluyen (Pazzarelli, Sauma y Hirose, 2017).
Desde el inicio de la modernidad la noción de ciudadanía desvió su mirada de la africanidad (De la Fuente, 2001; Vinson III, 2017), dificultando la clara definición de larga duración de los procesos de criollización o centrifugándolos en coalescencias nacionalistas. Por lo tanto, los contextos diaspóricos latinoamericanos son de difícil comprensión. Esos procesos de inclusión en la criollización, de cooptación y marginalización de los afrodescendientes, tornan las investigaciones de sus mundos materiales, incluyendo sus cuerpos, plenos de incertidumbre. En esos contextos, perspectivas pautadas en dualidad maniqueísta han sido ampliamente adoptadas, dificultando el entendimiento de la complejidad de los contextos coloniales y post-coloniales latino-americanos (Feros, 2017).
Las discusiones en nuestro workshop destacaron las complejidades de los procesos de criollización en los contextos afro-latinos. Anthony Andrews, de New College of Florida, mostró como una extraordinaria comunidad afro-latinamericana en San Francisco de Paula, Yucatán, se relacionó íntimamente al lucrativo y a veces ilícito comercio de la madera. Lejos de situarse en la periferia económica, los miembros de la comunidad usaban los mismos objetos comprados por la elite de la capital Mérida. Sus arreglos arquitectónicos eran diferentes al de los patrones encontrados entre los siglos XVI y XIX en otras comunidades afro-latinoamericanas de la misma región. Los afro-latinomericanos de San Francisco de Paula se valieron de los espacios de maniobra propiciados por las relaciones raciales, desde el período colonial hasta el inicio de la República de México, para construir libertad personal, económica y estética.
Russel Sheptak, de la Universidad de California, presentó la complejidad de las vidas de diferentes clases en el Fuerte Omoa, en Honduras. Entre 1540 y 1608, la mayoría de los habitantes de ese fuerte español era afrodescendiente; entre 50 personas, apenas 8 no tenían ascendencia africana. En el siglo XVIII, las familias mercantiles más ricas eran criollas. Excavaciones mostraron que la cantidad y cualidad de la comida y del tabaco consumidos por las familias criollas y los soldados del fuerte eran similares. Sheptak ilustró las dinámicas sociales, económicas y políticas del Fuerte Omoa por medio de retratos vividos de tres personas: una extraordinaria mujer Aja Fon, comerciante que adquirió su libertad; el capitán de los negros libres de Omoa; y una mujer que decidió cambiar su designación de india para mulata. La conclusión es que la necesidad táctica de un fuerte creó oportunidades políticas, sociales y económicas para afrodescendientes.
Guido Pezzarossi, de la Universidad de Syracuse, abordó los procesos de criollización del siglo XVIII de las tierras altas de Guatemala. Mostró que el gobierno colonial clasificaba como “indios” a los hijos e hijas de africanos e indígenas. La intención fue la de vaciar el paisaje afrodescendiente y, de rebote, llenarla de nativos que debían pagar tributo. Como de costumbre, el censo demográfico era un medio para recolectar impuestos y controlar personas. Pezzarossi sugiere que identificar la presencia de afrodescendientes en la Guatemala colonial, incluso si está enmascarada en la documentación, requiere considerar la materialidad de las comunidades como parte de la criollización.
En Buenos Aires, Argentina, la población afrodescendiente varió entre 30 y 65% hasta la instauración, en el siglo XX, de las políticas eugénicas de blanqueamiento de la nación. Es lo que argumentó Daniel Schávelzon, de la Universidad de Buenos Aires. El Estado promovió el blanqueamiento por medio de políticas de incentivo a la inmigración de españoles, alemanes e italianos, y así la población afrodescendiente cayó al 2% en el primer cuarto del siglo XX. Esa política nacional enardeció la ideología de que no se puede ser argentino y afrodescendiente al mismo tiempo. No obstante, la Capilla de San Miguel, en Paraná, construida en 1822 por una hermandad afro-argentina, más allá del mercado de esclavos y una plétora de materiales arqueológicos, denotan la presencia de africanos y afrodescendientes en Argentina. Aunque jóvenes investigadores ya se estén dedicando a pesquisas arqueológicas sobre afro-argentinos (Zorzi, 2015), la escasez de trabajos materializa la ideología de la blanquitud, oscureciendo las ontologías afro-latinoamericanas.
Podemos situar somáticamente las evidencias arqueológicas (Loren, 2008). Eso se aplica a los afro-latinoamericanos. Pipas, instrumentos musicales, efigies rituales, vestigios de alimentación, la textura y el peso de los utensilios culinarios, la distinción y consistencia de los adornos, entre otros materiales, nos invitan a percibir como era ver, oler, oír, tocar y embelesar la vida afro-latinoamericana. Nos evoca a sentirla, llevándonos al giro ontológico en antropología y arqueología. Eso implica accionar, al menos, tres enunciados: 1) las experiencias humanas y materiales son inseparablesy poseen múltiples y recursivos efectos (Latour 1987,1989); 2) las cosas son capaces de acción social, no son meros socio-transmisores o epifenómenos de las sociedades (Olsen 2010; Olsen et al. 2012); 3) el modelo hilemorfista, fundado en la dualidad entre forma y materia, no da cuenta de la perpetuidad de los procesos de formación de materiales (Ingold, 2013); las cosas se enredan continuamente (Hodder, 2012).
El giro ontológico tiene especial relieve para la arqueología afrolatinoamericana porque las cosmologías centro-africanas, región de donde provino la mayoría de los esclavizados, son regidas, a groso modo, por la noción que Robert Farris Thompson (1984) denomina como indestructibilidad del alma. Podríamos llamarla también de perennidad de la vida, pues en esas cosmologías no hay dicotomía entre muerte y vida, o cuerpo y alma. La población afro-latinoamericana, durante la esclavitud, reinventó ese legado. Y sigue reelaborándolo. En esas cosmologías, las relaciones son permeadas por humanos y no humanos. Los muertos no yacen en el pasado. Integran el mundo de los vivos. Los objetos tampoco están muertos. Actúan en los ciclos de vida interpersonal y espiritual, configurando un tiempo encantado (Agostini, 2011). Personas y objetos forman colectivos ontológicamente unidos.
En nuestro workshop, se resaltó que la arqueología afrolatinoamericana, delante de esa especificidad ontológica, puede reintegrar, de forma crítica, materialidad y colectivos humanos. Ella todavía puede comprender mejor cómo la materialidad define las condiciones de confinamiento, coerción o auto-liberación en los contextos esclavistas. A partir de la investigación etnográfica, también se puede analizar cómo las poblaciones afro-latinoamericanas actuales interpretan los materiales arqueológicos y los incorporan en sus cosmologías.
Esta discusión fue ocasionada por la presentación de Lúcio Menezes Ferreira. La excavación realizada en la charqueada São João, en 2016, evidenció estructuras constructivas de una senzala. Debajo de uno de los sectores de esas fundaciones, hechas en albañilería, se identificó una gran deposición de fragmentos de hierro y, en el mismo contexto, un candado y una llave. Sabemos, por la literatura especializada, que la práctica de enterrar diversos tipos de objetos en ambientes domésticos tiene connotación espiritual, de ligazón entre vivos y muertos; es interpretada como una forma de resistencia contra el poder señorial y como modo por el cual africanos y afro-americanos se definían y entendían sus relaciones con la muerte y la salud (Fennel, 2011). Wilkie (1997) subraya que, entre los objetos utilizados para intermediar aquellas relaciones se encuentran llaves enterradas próximas a las puertas.
En Brasil, tenemos evidencias de esa naturaleza. Luis Symanski (2007), en Mato Grosso, descubrió, sobre la fundación de la casa grande de un ingenio, un plato con una moneda en el centro. Con base en literatura africanista y sobre diáspora africana, interpretó esa ocurrencia como un hechizo lanzado por esclavizados contra el señor. El mismo autor encontró, en una senzala de una hacienda de café del Valle de Paraíba, Río de Janeiro, fragmentos de hierro asociados con arcilla blanca, lascas y núcleos de cuarzo. Tal contexto se referiría a las cosmologías del hierro de África Central y a los poderes atribuidos a los herreros. Además, estimularon rebeliones que se diseminaron en el Valle de Paraíba en la segunda mitad del siglo XIX (Symanski y Gomes, 2016). Por su parte, Camilla Agostini (2013) discutió la presencia de dos llaves y una piedra pulida enterrada bajo el piso de la casa de un comerciante y traficante ilegal de esclavos del litoral Norte de São Paulo. Argumentó que ese enterramiento tendría el propósito de proteger al señor,el traficante ilegal, integrando los procesos locales de criollización. En Salvador, Bahía, investigaciones arqueológicas identificaron asentamientos dedicados a divinidades, como Exú (Novaes, 2013); y objetos para plantar axé en casas y terreros – esto es, materialidades, incluyéndose plantas y líquidos, que emulan las energías relacionadas al panteón del candomblé (Gordenstein, 2016).
El contexto arqueológico de la charqueada São João ha sido interpretado principalmente por medio de investigaciones etnográficas con personas del Batuque, nombre local para el Candomblé, cuyos primeros registros en Pelotas remontan a 1830 (Correa, 1992)4. Aquí algunos ejemplos. Debido a la presencia del hierro, de la llave y del candado, la Ialorixá Flávia Padilha (conversación del 12/04/2018) interpretó lo hallado como asentamiento de Ogum y Bará (nombre local para Exú). Esclavizados y esclavizadas habrían plantado un “axé central” para proteger a la comunidad y sacralizar la senzala. Por su parte, Eurico Pontes Nunes, Babolorixá Baba Kejaiye (conversación del 20/08/2017 y del 20/08/2018), por medio de merindilogun (juego de bucios), clasificó la deposición de hierros como asentamiento de Azanadô ─ Orixá de la fortuna, riqueza y prosperidad ─ y de Oxumarê ─ deidad con poderes curativos, conocido por su capacidad de transformarse en arcoíris y detener la lluvia (Prandi, 2001). El asentamiento serviría para traer prosperidad y proteger a la comunidad de enfermedades. La gran cantidad de hierro sería para alimentar a Dan, serpiente sagrada de Nigeria, quien se enrolla en la tierra para impedirla de desagregarse o desgobernarse. En suma, es un asentamiento cuyo significado es el equilibrio de los elementos – mantener la tierra agregada, detener la lluvia, preservar la salud.
En este punto, es interesante mencionar la interpretación de Regina Nogueira (conversación del 07/03/2017), líder del Movimiento Nacional por los Pueblos Bantú, sobre la basura arqueológica de la senzala de la charqueada São João. Para ella, en vez de basura arqueológica, deberíamos conceptualizarla como “boca de la tierra cubierta”. Esclavizados y esclavizadas no estaban depositando basura, ellos alimentaban la tierra, ser vivo que ella es. El Babalorixá Cléber Vieira, en diversas ocasiones, clasificó el asentamiento como siendo de Ogum, además de subrayar, como lo hizo Regina Nogueira, que los vestigios alimenticios encontrados en la “basura arqueológica” ─ básicamente restos óseos de ganado y de algunos animales silvestres ─ servirían para alimentar la tierra y a los Orixás.
Como quiera que sea, esas interpretaciones no son esencialistas y tampoco una búsqueda nostálgica por “africanismos”. Ellas son plantillas de inteligibilidad de saberes seculares, o teorías nativas. Las interpretaciones de Babalorixás y Ialorixás se rigen por el reconocimiento de materialidades en las que aún fundamentan sus prácticas cotidianas en los terreros del Batuque. Evidencian que sus ancestros, mismo viviendo en cautiverio, también plantaban axés. También resultan,según los investigadores del proyecto, de la emulación deliberada de un tercer espacio (sensu Bhabha, 1994), en el cual las tipologías arqueológicas, o la literatura especializada africanista y de la diáspora africana, son cotejadas con saberes locales. En ese aspecto, surgen diferencias interpretativas, pero también confluencias productivas. Resaltemos, en este momento, dos congruencias. Una de ellas es la premisa ontológica que consustancia el análisis arqueológico y de los representantes del Batuque. Para mencionar nuevamente una de las elegantísimas y sintéticas sentencias de la Ialorixá Flávia Padilha (conversación del 12/04/2018): “nuestro sagrado es nuestra cultura”. No hay oposiciones duales entre lo sagrado y otras dimensiones de la vida. La tierra debe ser alimentada porque está viva, ella nutre y es nutrida, protege y es protegida. Como los humanos y Orixás, la tierra tiene boca y se alimenta. Tierra, objetos, personas y Orixás forman colectivos sinérgicos.
El entendimiento del aglomerado de hierros, candado y llave como asentamiento para Ogum y Bará (Exú), por otra parte, se cuadra con discusiones atinentes a la diáspora africana y a los significados de la transposición transatlántica de los Orixás. Roger Bastide (1985) explicó como los Orixás fueron resignificados en Brasil durante el régimen esclavista. Algunos ganaron mayor prominencia de lo que algunas veces poseían en África. Ese fue el caso de Ogum y Exú. El segundo es representado por la boca que no rechaza ningún alimento, por el falo que todo fecunda e impulsa el movimiento de la creación. Es el intermediador entre la tierra y el cielo; es el hermeneuta, aquel que traduce el lenguaje de los Orixás para las personas. Nada se hace sin él. Exú convivió largos años en la casa de Oxalá, y con él aprendió a como fabricar humanos (Prandi, 2001). De ahí él es dueño de los secretos de las personas y de la retórica, y el primero en ser reverenciado, antecediendo la llegada de todos los Orixás en los rituales. Su símbolo es la llave; él abre los caminos para los humanos, pero también puede cerrarlos totalmente. Vive en las encrucijadas donde todos los caminos se cruzan (Verger, 2009).
Ogum es inventor de arte de la forja y de la herrería. Es el creador de las herramientas de hierro para la agricultura (la azada, el hacha, el rastrillo) y de las armas para la guerra (como la lanza con punta de hierro) (Prandi, 2001). Ninguna comunidad se establece, se vivifica y se protege sin Ogum: sin sus herramientas no hay agricultura con “excedente de producción”. Él representa la continuidad de la vida. Pues ser herrero es tener el saber de manipulación de los variados elementos que componen la creación en general y, en particular, la fabricación de objetos duraderos: agua, aire, fuego, temperatura, arcilla, combustible y hierro. Es tentador pensarlo como metáfora arqueológica. No solo porque él es la imagen divina de la cadena operativa de la creación de artefactos de hierro en los contextos afro-americanos, sino también porque se tornó, como dice Candice Goucher (2014), en la deidad pan atlántica fundamental de la memoria y del significado de la diáspora africana.
También se debe pensar sobre las ambigüedades de la acción social de la materialidad. En los contextos afro-latinoamericanos, los hierros intermediaron las situaciones de coerción o liberación. Si los hierros eran ofrendas adecuadas para Ogum, también servían para la fabricación de artefactos de aprisionamiento y castigo. El hierro es aún, en las cosmologías centro-africanas, sustancia de riqueza, de pericia, de trabajo y de disciplina; liberarse a partir del hierro es girar el mundo del revés (Symanski y Gomes, 2016). De ahí la metamorfosis de Ogum como guerrero en los contextos afro-latinoamericanos. Al lado de Exú, él significa el poder de articulación y manipulación frente a las penurias de la diáspora y de los regímenes esclavistas. Ellos fortalecen esclavizados y esclavizadas, agregándose para subvertir las condiciones de la esclavitud. No por casualidad, en su transposición atlántica, Exú/Bará se tornó dios de la venganza (Bastide, 1985). Narrativas afro-gaúchas cuentan que Ogum enseñó a Bará a trabajar y ambos viven en la puerta de la misma casa (Prandi, 2001). Como axés plantados, ellos son divinidades de resistencia. De la protección del colectivo y de sus cuerpos. Después de todo, estamos hablando de regímenes esclavistas modernos, inventados para explotar los cuerpos de africanos y afro-latinoamericanos como masa generadora de lucros en el sistema atlántico.
Biopolítica es un concepto que Michel Foucault (1994;2004) elaboró para explicar el surgimiento de las categorías de raza y de racismo en las ciencias. Lo definió como la asunción técnica sobre la vida de las poblaciones con el propósito de gobernarlas. Técnicas de gobierno cuyas premisas surgieron a partir de mediado del siglo XVI en las ciencias que vendrían a ser la matemática, la biología y la sociología. La biopolítica usa cálculos sociales fundados en la economía política, en la demografía y en la estadística, con el fin de gestionar la vida de las personas en sus fuerzas de conjunto, extraerles la energía o,in extremis, transformarlas con planes eugenésicos. Foucault quería entender cómo la sociedad disciplinaria, asentada en la anatomo-política, en el cuerpo del individuo, convive con la biopolítica, es decir, con las tecnologías de gobierno aplicadas en las poblaciones.
Foucault no inventó este concepto para pensar contextos esclavistas. Sin embargo, si admitiéremos el argumento de Linenbaugh y Rediker (2008) de que los navíos, inclusive los negreros, fueron el prototipo de la sociedad disciplinar y de la división de trabajo en las fábricas, tal vez concluyamos que el esclavismo moderno fue el paroxismo del biopoder. Las crudezas y asperezas de la esclavitud como institución de trabajo forzado y aprisionamiento colocan al biopoder en liminalidad, en aquel umbral a partir del cual un concepto se deshilacha y su extensión ya no abarca ciertos elementos. El filósofo camerunés Achille Mbembe, revisando el concepto de biopoder, señaló que, en la modernidad, imperó e impera la necropolítica. La noción de soberanía política, desde la modernidad, dicta cuáles colectivos pueden vivir y cuáles deben morir. El advenimiento de la necropolítica fue el sistema de las plantaciones y su régimen de trabajo esclavo extenuante, con torturas y castigos físicos (Mbembe, 2003).
Ese es un cuadro sombrío y, tal vez, se objetará que irreal. Si en la modernidad la soberanía es prescrita por la necropolítica, dado el valor económico de un esclavizado,se trataría de hacerlo vivir y no de dejarlo morir. Se podría argumentar, con razón, que ningún poder es tan absoluto que no abra margen para negociaciones y disidencias (Guha, 1997). No fue diferente con la esclavitud moderna. El paternalismo, esa piedra angular del edificio esclavista, tanto como expresaba el miedo que los señores tenían de las rebeliones, franqueaba negociaciones (Azevedo, 1987).
Sin embargo, la esclavización también era una condición espacial; los esclavizados vivían sobre el égido de un paisaje carcelario (Johnson, 2013). Como manifiesta la arqueología de uno de los cafetales de Cuba, se los gobernaba cercándolos entre muros con el fin de maximizar la vigilancia y, consecuentemente, la producción (Singleton, 2015b). El caso de Cuba, efectivamente, es un buen indicador del ejercicio de la biopolítica y de la necropolítica en sistemas esclavistas. Lo demuestra la materialidad de las marcas hechas a hierro, cuya práctica se extendió hasta mediados del siglo XIX, no obstante su prohibición legislativa en 1784. Ellas no servían solamente para la tasación de compra y venta de esclavizados o como “firmas” de propietario. Junto a los diseños de las marcas, la burocracia española reunía “descripciones densas” sobre cada persona, anotando, además de sus características físicas, las religiones que profesaban y las particularidades de su “alma”, esto es, si tenían o no buen humor, si sonreía mucho o si era triste. Esas descripciones, mantenidas en archivos como el de la Calzada del Cerro, basaban la demografía y la estadística de la población esclavizada. Las marcas de hierro eran materialidades de una biopolítica que intentaba controlar la población esclavizada (Ferreira y La Rosa Corzo, 2015).
La objetivación de los esclavizados, sus cuerpos como superficies de inscripción de la biopolítica y de la necropolítica, también nos conduce a una de las definiciones de sistema esclavista y su papel en la modernidad. Como sistema, el esclavismo es simultáneamente un modo de producción económico e institución material e imaginativa. Era una manera de ver el mundo, representarlo y legitimarlo. Los sistemas esclavistas fortalecían a las elites, a su renovación y reproducción aristocrática. Así, más allá de un modo de producción, el esclavismo era fundamentalmente una forma de control social (Pétré-Grenouilleau, 2009). Tornar más eficiente la producción y manejar los sistemas de diferenciación racial que componían los arreglos hidalgos del ethos aristocrático exigían control social y longevidad de los esclavizados. Hacerlos vivir, mantenerlos sanos.
Pero, falta el otro lado de la ecuación. La necropolítica también es decidir por la muerte. Ahora, nos adentramos en la otra sombra cotidiana de los sistemas esclavistas. Como dice Alain Testart (2001), aunque los esclavizados viviesen bajo vínculos paternalistas o pudiesen recurrir a la justicia, como efectivamente podían en varios contextos afro-latinos, estaban ampliamente subsumidos a los imperativos de sus esclavizadores.Esclavizados y esclavizadores, como en los casos de Cuba y Brasil, eran súbditos de la Corona. Pero en el día a día, quien gobernaba a los esclavizados eran los señores y sus capataces. Ejercían una micro-soberanía, cuando no una tiranía. De ahí ponerlos a trabajar durante catorce horas, como era rutinario en varios modos de producción. O castigarlos hasta la muerte. De todos modos, déjalos morir. Las alternativas eran muerte por agotamiento, pues trabajar por alrededor de catorce horas diarias preconiza la aniquilación de la vida, y la muerte por tortura en la picota o por medio de otras tecnologías necropolíticas.
Nuestro workshop destacó algunos de los efectos nefastos de la biopolítica y de la necropolítica en los contextos afro-latinos. Fuimos directo a las estructuras de la corporalidad: a los huesos. Julie Wesp, de la Universidad Estatal de la Carolina del Norte, presentó evidencias bioarqueológicas de la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad colonial de México, entre ellos africanos. La bioarqueología puede reconocer la violencia sufrida o el tipo de trabajo realizado a lo largo de la vida de una persona. El ADN y otros indicadores biológicos de africanos y afrodescendientes tratados en el hospital de la ciudad de México demostraron innumerables evidencias biomecánicas de sobrecarga muscular. Esas personas, al contrario de otras en la ciudad de México, fueron sepultadas sin mayores esmeros. Wesp concluyó que el trabajo forzado y la violencia que marcaron a los afro-mexicanos en vida se reprodujeron en el tratamiento funerario. La necropolítica, algunas veces, no cesa después de la muerte.
La detallada investigación de Jeffrey Quilter, de la Universidad de Harvard, sobre un cráneo recuperado en sus excavaciones en Magdalena de Cao, en el valle de Chicama, Perú, reveló sólidos resultados. Se trata de restos corporales del más antiguo afro-peruano conocido hasta ahora. A partir de análisis químicos, Quilter describió los cambios en la dieta alimenticia de ese individuo, desde la infancia hasta sus últimos meses de vida; identificó el posible hábito de mascar vegetales para la limpieza de los dientes;y, sobre todo, cicatrices de traumas, resultantes de deficiencias alimenticias o de violencia. La comparación con restos óseos de indígenas y europeos, provenientes del mismo contexto, demostró las prácticas de diferenciación racial impusieron al afro-peruano condiciones más precariasde vida. La necropolítica se inscribió en sus huesos.
Como se ve, las metodologías de la arqueología biológica permiten conocer con un alto grado de verificabilidad la herencia genética de las personas y relacionar historias de vida con hábitos alimenticios, violencias sufridas y, a veces, el tipo de trabajo al que fueron sometidas. Pero la arqueología biológica trae consigo un pasado incómodo: la herencia de investigadores del siglo XIX que validaron el racismo científico por medio de mediciones de atributos físicos, particularmente las craneometrías. La arqueología afro-latina-americana confronta ese paradigma, pues sus contextos son precisamente aquellos donde más se diseminaron “las falsas medidas del hombre” (Gould, 1981). Las informaciones biológicas muestran datos que son invisibles o minimizados. Presentan una visión más amplia sobre la retórica de la racialización y acerca de las consecuencias más deletéreas de la biopolítica y de la necropolítica.
Los conceptos de cuerpo y trabajo son centrales para la retórica de la racialización. Ellos fundamentaban la biopolítica y la necropolítica, la división de las poblaciones para gobernarlas. Prescribían quién debía trabajar manualmente y a quién se podía esclavizar. Heriberto Erquicia, de la Universidad Tecnológica de El Salvador, clarificó ese punto en su presentación en nuestro workshop. Mostró las discrepancias asociadas a la industria del índigo (jiquilite [Nahuatl]) o añil (derivación del bengalí nil), cuyo desarrollo económico se dio en Guatemala a partir del siglo XVII. Las políticas coloniales prohibían explícitamente que indígenas trabajasen en esa industria. Sin embargo, restos arqueológicos de fábricas de índigo abundan en El Salvador. Obviamente, quien realizaba ese trabajo duro y tóxico, tan crucial para el florecimiento del mercado transcontinental, eran afro-guatemaltecos. La necropolítica puede ser tóxica.
Como ya dijimos en otras partes de este ensayo, tal toxicidad no significa vacuidad de espacios de maniobra, negociación e invención. Ellos existieron en todos los contextos rurales y urbanos de América Latina. En estos espacios,los afrodescendientes inventaron varios estilos de libertad, consustanciando lo que Paul Gilroy (2001) llamó de “doble conciencia de la modernidad”. Sin duda, cuando se estudia la esclavitud, es difícil huir de lo lúgubre, pues sabemos que lo peor del pasado aún está por venir. Si esclavitud es “muerte social” (Patterson, 1982), escisión de los esclavizados de su historia, familia, hogar y afecto, ruptura, por lo tanto, de todo lo que los hacía humanos, siempre habrá algo mórbido y cruento a ser descubierto en el esclavismo moderno.
Pero la arqueología de la diáspora africana es una arqueología de la creatividad (Souza, 2013). No existe creatividad sin memoria, y memoria es materialidad. Los esclavizados improvisaron, crearon nuevos objetos a partir de sus conocimientos y de la materialidad disponible en las Américas. Y no sólo en las Américas, pues, al fin de cuentas, para decirlo poéticamente, el Atlántico es un río (Costa y Silva, 2003). La diáspora africana involucró personas, objetos y plantas. En cuanto el manejo de plantas, hubo un proceso de africanización de las Américas (Knight, 2010). Sea por medio de tráfico de africanos, como por la acción de los esclavizados, varios tipos de semillas vinieron desde África para las Américas, propiciando la diversidad alimenticia de las plantaciones y de las ciudades.Los conocimientos botánicos y agrícolas de los africanos, cuyos procesos se remontan a 10.500 años, fueron cruciales para las técnicas de cultivo de las plantaciones y a la dieta de la población americana (Carney y Rosomoff, 2009).
Si en la diáspora africana creatividad es memoria re-materializada, es también corporalidad; creatividad es lenguaje del cuerpo. El cuerpo, en el caso de afro-latinos, es ritmado por las políticas del pasado, por los gestos aprendidos y transformados (Palmié, 2002). Volvemos aquí al tema ontológico. Uno de los más poéticos títulos a ese respecto es Flash of Spirit (Thompson, 1984). El espíritu es corporificado en las cosmologías centro-africanas. No hay transustanciación; más allá del cuerpo físico, una persona está envuelta por una pluralidad de agencias metafísicas (Parés, 2016). No hay un más allá de que escinda humanos y no humanos. Todo es a la vez sustantivo concreto y abstracto. Es lo que configura el muntu de los bantos o el axé de los yorubás ─ el poder de hacer que las cosas sucedan (Thompson, 1984); la energía que circula de un ser a otro, afectando sus relaciones mútuas (Balandier, 1969). Un objeto puede ser un vodum, moviendo acontecimientos y fundando un lugar ancestral (Paré, 2016). Los esclavizados reinventaron algunos de sus sentidos de comunidad por medio de ese poder creativo corporificado. Eso los ayudó a resistir a los regímenes esclavistas, tanto como otras prácticas arqueológicamente verificables. Entre ellas, la creatividad para leer y construir paisajes. Lo que nos lleva de vuelta al tema de la movilidad.
Por más inflexible que fuese la biopolítica, los afro-latinos lograron actuar más allá de las paredes de contención y de los dispositivos de vigilancia. Realizaron lecturas creativas del paisaje, moviéndose según sus repertorios culturales. Frederick Smith (2008), por ejemplo, muestra cómo los esclavizados de la plantación St. Nicholas Abbey, en Barbados, construían cavernas en los intersticios de la propiedad. Su trabajo minucioso, como director de arqueología de St. Nicholas Abbey, demuestra que los escondrijos eran lugares para reuniones sociales que los reunían en redes geográficas que integraban y enriquecían las vidas delos esclavizados. Las reuniones eran regadas con ron y se jugaba con tiestos de losa reciclada. En su presentación en nuestro workshop, Smithacuñó la expresión aquilombamiento alcohólico para ese tipo de fuga temporaria. La clandestinidad de las cavernas formaba comunidades de suspensión de las reglas cotidianas para el gozo del ocio y la fuga de la biopolítica. A lo largo de toda América Latina y el Caribe, las bebidas alcohólicas constituyen la mayoría de las colecciones arqueológicas en unidades domésticas y locales clandestinos. Smith (2005), hace más de una década, tiene documentado el uso de alcohol por esclavizados como forma de escape temporario de la explotación del trabajo esclavista.
Otras dos presentaciones discutieron el tema de la movilidad en nuestro workshop. Charles Orser Jr., de la Universidad de Vanderbilt, propone un nuevo término para enfocar las decisiones y acciones de los esclavizados: la auto-emancipación. El caso de la Isla de la Providencia, en la costa de Nicaragua ─ hoy sobre dominio de Colombia ─ le llamó la atención por la presencia de la “charter generation” (charter, carta en el sentido de documento que afirma los derechos de un grupo) formada por esclavizados, en su mayoría venidos de Angola. Fundada por Puritanos en 1629, la colonia fue estratégicamente escogida para insertarse en los circuitos comerciales del Caribe. La captura regular de africanos de navíos españoles incrementó la población afrodescendiente, y en 1683, ellos organizaron la primera revuelta de esclavos en una colonia británica. La comunidad quilombola se asentó en el extremo sur de la isla, aprovechándose de la topografía montañosa y de los arrecifes marítimos para promover ese acto de auto-emancipación.
Por su lado, Theresa Singleton, de la Universidad de Syracuse, consideró cómo la topografía creó caminos de rebelión en La Hispaniola, favoreciendo redes de comunicación y la integración entre quilombolas y comunidades afrodescendientes. A esos caminos ella los conceptualizó como paisajes de fugitivos. Procesos de auto-emancipación ocurrieron en Santo Domingo, a partir de 1501, y por los años 1540 eran comunes los informes administrativos sobre fugitivos;algunos formaban manieles, comunidades quilombolas estables, mientras que otros huían para encuentros temporarios.
La arqueología matiza los estudios afro-latinoamericanos sobre movilidad. Los trabajos de Smith, Orser y Singleton muestran que es importante reconocer la multiplicidad y simultaneidad de los sistemas de movilidad.Entre el transporte coaccionado y la auto-emancipación hubo movimientos recurrentes, regulares o temporarios, de refugio o reclusión. La arqueología puede demostrar las estrategias espaciales y materiales utilizadas por esclavizados para obtener auto-emancipación y lugares de autonomía. La precisión de esas estrategias condujo a hábiles negociaciones con diferentes poderes coloniales, especialmente en el Caribe, favoreciendo la soberanía de territorios quilombolas (Domínguez y Porto, 2009).
Los estudios sobre auto-emancipación enseñan que el aquilombamiento no significa la disolución de los lazos económicos y sociales más amplios. Los quilombos eran lugares de intercambios culturales y transacciones económicas, espacios multiétnicos donde convivían diversos grupos marginalizados de las sociedades esclavistas de las Américas (Baram, 2008; Linnebaugh y Rediker, 2008). Las evidencias arqueológicas muestran que estas comunidades “periféricas” nuclearon el comercio legal e ilegal (Weik, 2008). La arqueología afro-latinamericana nos invita, pues, a revaluar las nociones de periferia y conectividad de comunidades quilombolas (Sayers, 2014). Moverse por topografías de difícil acceso propició muchos tipos de acciones, ya sea que la autoemancipación haya sido de corta o larga duración.
Los arqueólogos históricos se han dedicado, hace décadas, a la comprensión del comportamiento de consumidores en el mundo capitalista. Algunos de los temas estudiados son la elección de productos, compras, valor de las mercaderías y distribución de bienes producidos en masa (Cook et al, 1996; Henry, 1991; McCraken, 1988; Miller, 1991; Mullins, 2004). El consumo se desarrolla a lo largo de las líneas de raza, clase y género (Mullins, 2001a). Los consumidores usan objetos para imaginar nuevas posibilidades sociales, mediar contradicciones sociales y vislumbrar placeres personales; pero los objetos, obviamente, no son tan miméticos para forjar identidades (Mullins 2001b). De todos modos, el consumo fue y continúa siendo un camino para que la mayoría de las personas establezcan su lugar en la sociedad. La consecuencia más drástica de eso es que el consumo también fue un mecanismo de subordinación de esclavizados, al intentar imponerles una sentencia de inferioridad material (Mullins, 1999:29).
¿El uso de la mayólica, por ejemplo, ayudaba a establecer una identidad afrodescendiente distintiva, o era una señal de capitulación a las formas de dominación?El análisis de Sampeck (2018) sobre las cerámicas usadas por afrodescendientes y por grupos de barrios diferentes de Sonsonate, ciudad de Guatemala colonial (hoy El Salvador), señala contrastes agudos entre clases sociales. Sin embargo, como ya mencionamos, Anthony Andrews, durante nuestro workshop, notó cómo el mundo material de una ciudad negra libre en Yucatán era semejante a los de las elites de Mérida. ¡Imagínense, entonces, las dinámicas del consumo de afrodescendientes por toda la América Latina y durante siglos!Los esclavizados no se subsumieron a las sentencias de inferioridad material o a la distribución paternalista de objetos por parte de los esclavizadores. Obtuvieron cerámicas, losas y porcelanas, comprándolas y redistribuyéndolas como símbolos de poder y prestigio (Thomas, 1998). La adquisición, producción y uso de artefactos por esclavizados, casi siempre, era resultado de acciones sociales y procesos de resistencia ante los dispositivos de vigilancia y opresión de los sistemas esclavistas (Weik, 2009).
En general, los arqueólogos no consideran problemas estéticos al estudiar los objetos. Esa reticencia, para algunos, es una hesitación para bajar de la escalera de inferencia de Hawkes. Iterando, intencionalmente o no, las escalas de relevancia marxista, Hawkes argumentó que, sin textos escritos, los arqueólogos pueden bien investigar la economía, y sistemas políticos y sociales en menor grado, pero símbolos e ideas siempre serán intangibles e incognoscibles (Hawkes, 1954). Aún es popular entre los arqueólogos considerar que los símbolos son subjetivos, mientras el medio ambiente, la economía y la política son objetivos y observables (Robb, 1998). Shanks (2014) prima por una definición más antigua de estética como sensación y percepción. Ese abordaje abarca dos enunciados: la sensación es emocional y subjetiva, y la percepción es objetiva y cognitiva (Shanks, 1992). Shanks (2014) distingue ilustración, imagen que sirve como soporte secundario de un argumento, y representación, la defensa incisiva de un argumento por medio del compromiso y de la performance interactiva. Los arqueólogos históricos han analizado la representación como gramática que determina la presencia o ausencia de algo/alguien (Gazin-Schwartz, 2007).
No obstante el hecho de que muchos de los artesanos en América Latina fueran africanos o afrodescendientes, raros estudios arqueológicos los consideran como sujetos de la representación artística. Como señala Brendan Weaver (2015), de la Universidad de Stanford, los arqueólogos pueden contribuir decisivamente para este género de estudios, pues localizan una variedad de objetos y productos industriales confeccionados por artesanos africanos y afrodescendientes. Durante el workshop, Weaver retomó ese tema, a partir de su trabajo en las haciendas jesuíticas de Nazca, Perú. Él presentó detalles sutiles, como los diseños incisos sobre botellas de vino y coñac, y suntuosos, por ejemplo los frisos decorativos de una capilla. En conclusión: afro-peruanos se expresaban artísticamente a gran y pequeña escala.
Ejemplos de ese tenor nos llevan a reconsiderar el arte en América Latina y el lugar de africanos y afrodescendientes en su producción. Ya dijimos aquí que la arquitectura, con su estética opulenta, buscaba intimidar por la grandeza durante los regímenes esclavistas. Pero en ese arte grandilocuente las manos de africanos y afrodescendientes también embelesaron. En los edificios de las ciudades coloniales francesas de Santo Domingo y Luisiana, por ejemplo, se vislumbran técnicas y representaciones de africanos (Edwards, 2006). Ellos no son mera transposición de la arquitectura francesa en las Américas. Se puede decir lo mismo sobre las habitaciones de los esclavizados. Los esclavizadores mantenían el control sobre los materiales y, algunas veces, sobre los estilos de las habitaciones; aun así, africanos y afrodescendientes inscribieron en ellas sus valores estéticos (Farnsworth, 1999, 2001).
En nuestro workshop, Heriberto Erquicia describió uno de los obstáculos para investigar a los afrolatinos en América Central. Aunque los primeros documentos coloniales de El Salvador sean pedidos para comprar africanos, y el billete de 5 colones represente la emancipación de la esclavitud el 31 de diciembre de 1823, Erquicia repetidamente escucha que “aquí no hay negros”. Como en República Dominicana, varios países latino-americanos rechazan la negritud. “Somos mestizos”. “Somos multiculturales”. Esas declaraciones públicas de repulsión a la identidad afrolatina emblanquecen la historia latinoamericana (Andrews, 2004). ¿Qué hacer cuando las poblaciones o comunidades no se admiten o no quieren ser recordadas como afrodescendientes? Esa es una cuestión fundamental de la ética en arqueología (Scarre y Scarre, 2006). Se trata, además, de un problema que Orser (1999) esbozó hace veinte años en Estados Unidos, pero cuyos alcances se aplican a los contextos latinoamericanos: raza y racismo estructuran nuestras vidas, por lo tanto, deberían asumir un lugar prominente en la crítica antropológica.
Como ya resaltamos,frente a los intrincados contextos de criollización, caminar en el terreno existencial de la negritud latinoamericana es pisar en trayectos que históricamente se intentan borrar, marginalizar o simplemente destruir. La historia de afrolatinos es incómoda porque es correlativa a la definición de ciudadanía excluyente que constituye a América Latina.Dicho de otro modo, es correlativa a la estructuración del racismo en nuestras vidas. No tiene sentido preguntarse, al modo existencialista, sobre lo que ciertos procesos hicieron connosotros, porque ellos, de tan naturalizados, ya lo hicieron. En las sociedades latino-americanas, la noción de democracia es eufemística; sistemas de representación política y de movilidad social son pigmentocráticos (Telles, 2014). El color de la piel destina a africanos y afrodescendientes “vidas de entre medio” (Spitzer, 2001), atándolos al desempleo y subempleo, a la marginalidad, a la pobreza, a las prisiones y al tope de las estadísticas de homicidio cometidos por policías.
Como ya se dice en clásicos de la sociología brasileña (Bastide y Fernandes,1955) y, más recientemente, lo demostró Henry Louis Gates Jr. para el caso de seis países (Gates, 2014), raza y clase social son, en América Latina, categorías inseparables. Los matices de color de la negritud ─ solamente en Brasil hay 134 términos para las tonalidades de piel de los afro-brasileños (Grillo, 1995) ─ naturalizan la desigualdad. Ese es el punto arquimediano de la arqueología afro-latinoamericana, el lugar a partir del cual ella debe moverse, su premisa moral sustantiva en caso de que quiera emular afro-reparaciones. Sus interpretaciones pueden desestabilizar las ideologías del blanqueamiento o elisión de los afrolatinoamericanos,de la naturalización de la ecuación entre desigualdad y negritud, o, aún, de aquellas que propugnan que “aquí no hay racismo” porque “somos mestizos”.
En nuestro workshop, Ross Jamieson, de la Universidad Simon Fraser, sugirió la implementación del concepto de buen vivir como política para la arqueología afro-latinoamericana. El buen vivir requerido por Jamieson se basa en unprincipio Quechua(sumak kawsay), codificado en la Constitución de Ecuador de 2008. Se rige en políticas estatales centradas en la comunidad, ecológicamente equilibradas y culturalmente sensibles. Jamieson resaltó cómo la investigación de su tesista, Daniela Balanzátegui Moreno, en el Valle Chota-Mira, región mayoritariamente afro-ecuatoriana, se unió a intereses políticos y pedagógicos defendidos por el activista local Juan García Salazar: “la comunidad afro utiliza lo que aprende del pasado como punto de partida para su integración contemporánea” (Breslin, 2007:8). Al mismo tiempo, la gestión de patrimonio cultural se basa en políticas económicas que avasallan sitios arqueológicos y los modos de vida de las comunidades afro-ecuatorianas – como, en mayor o menor medida, ocurre en toda América Latina.
Las evidencias del pasado afro-latinoamericano pueden pavimentar los caminos de la utopía del buen vivir; articuladas como políticas de patrimonio cultural, ellas pueden ser baluartes en la lucha por la soberanía de territorios, por los derechos elementales de la ciudadanía y el autogobierno. Lo más común es que tales políticas sirven a la industria distorsionadora del turismo. La disyunción, en ese caso, suele ser severa. En nuestro workshop, Kenneth Kelly, de la Universidad de Carolina del Sur, discutió el turismo en Martinica y Guadalupe como lugares de la memoria y, como tales, de fabricación de olvido. El turismo en las plantaciones francesas de esas islas entona a los visitantes la lírica romántica de las ruinas de las casas grandes, mientras que las senzalas, aunque en algunos casos sean arqueológicamente conocidas, yacen en silencio. Los museos arqueológicos presentan materiales amerindios, restringiéndose a la prehistoria, y no hacen mención alguna a la vida de los africanos y sus descendientes, a la abolición o al restablecimiento de la esclavización, por Napoleón, en 1802. La Ruta del Esclavo, proyecto de la UNESCO instituido a partir de 1994 en diferentes localizaciones de África y América, aumentó la visibilidad de la esclavización en Martinica y Guadalupe, pero de manera abstracta, sin interpretaciones sobre la vida de los africanos y afrodescendientes. En Martinica y Guadalupe se puede replicar la crítica ya hecha sobre la Ruta del Esclavo. Al privilegiar el turismo global, el proyecto recapitula, por lo menos, dos prácticas coloniales: eximea las comunidades locales de los procesos de gestión del patrimonio cultural; crea narrativas que homogenizan la vastedad y diversidad de la diáspora africana (Katchka 2004). No deja de ser irónico que eso ocurra en Martinica, cuna de dos próceres de la negritud y de la crítica colonial como Aimé Césaire (1913-2008) y Frantz Fanon (19251961).
Con su énfasis en lo cotidiano y en el estudio diacrónico de los procesos históricos, la arqueología afro-latinoamericana puede demostrar la riqueza de las experiencias de la diáspora africana, y los diversos estilos de libertad inventados en medio de la “doble consciencia de la modernidad”. Eso quedó claro en nuestro workshop con la discusión de la investigación realizada en Barbudas por el arqueólogo Allison Bain, de la Universidad de Laval. En esa isla de colonización británica, la población, formada por 2.000personas,es descendientede esclavizados enviados por Christopher Codrington en el siglo XVII, para cultivar provisiones para las plantaciones de azúcar en Antigua. Aunque ningún otro esclavizado llegó a la isla después de 1730, la población creció.
Los moradores, libres del colonialismo británico desde 1981, son independientes y orgullosos de su isla. Ya en el siglo XIX, se observó que ellos no reconocían a ningún señor. Después de que la emancipación llegara en 1834, se consolidó la organización de tierras comunitarias. Hasta hoy, cada barbadense tiene participación y voz igualitaria en la gestión de la tierra, un sistema formalmente consagrado por ley en el año 2007. El trabajo arqueológico de Bain contribuyó decisivamente con informaciones que interconectan actividades y experiencias pasadas a los programas actuales de educación en la isla. La arqueología de sesgo colaborativo ha sido especialmente importante en el mejoramiento de materiales y métodos educativos.
Bain nos da un buen ejemplo de cómo la arqueología afrolatinoamericana puede colaborar con la gestión del patrimonio cultural y valorizar las experiencias de la diáspora africana, entre ellas el reparto comunal de la tierra. Sabemos de sobra que el principio del buen vivir, enunciado por Jamieson, no es de fácil realización, pues el capitalismo continúa actuando como históricamente siempre actuó: por la desterritorialización continua de nuevos espacios, expropiando y desmantelando comunidades, manteniendo tres cuartas partes de la humanidad demasiado pobre para la deuda y demasiado numerosa para el confinamiento. La inspiración en el quechua es más que bienvenida, pero debemos recordar que los estilos de libertad inventados durante la diáspora africana ya preconizaban, en las palabras del primer historiador y antropólogo negro de Brasil, el baiano Manuel Querino, “la alegría de vivir libre” y “gestos memorables a favor de un gobierno independiente” (Querino 1980 [1916]:151-152). Manuel Querino sabía que “era necesario luchar, y luchar mucho atendiendo a la desigualdad de condiciones” (Querino 1980 [1916]:153).
Manuel Querino (1851-1923) sabía de la inseparabilidad entre africanidad y clase social. Además de haber sido abolicionista ferviente durante la Monarquía (1822-1889), participó de la organización del Partido Obrero de Bahía durante la Primera República (1889-1930), y fue fundador y redactor asiduo en jornales de cuño trabajador. Como profesor de diseño geométrico, actuó para profesionalizar y calificar trabajadores afro-brasileños, siendo uno de los fundadores del Liceo de Artes y Oficios, fundado en 1872, escuela en donde dio clases. Manuel Querino se formó en arquitectura, destacándose como artista plástico y recibiendo medallas y distinciones. Escribió incansablemente para valorizar la africanidad como vector de civilización en Brasil. De ahí el título de primer historiador y antropólogo negro de Brasil y su condición de miembro fundador del Instituto Histórico y Geográfico de Bahía.
Querino escribió obstinadamente sobre la contribución resuelta de los afro-brasileños en los más variados aspectos sociales, políticos y culturales de Brasil. Hay oraciones en su obra que leemos con ojos desorbitados, de tan actuales que son. Como ésta: “Fue con el producto de su labor [del afrobrasileño y del “mestizo] que los ricos señores pudieron mantener a los hijos en las universidades europeas y después en las facultades de enseñanza del país, instruyéndolos, educándolos” (Querino 1980 [1916]:156). Sabedor del privilegio blanco a la educación formal, y de la desigualdad profunda que podaba oportunidades a los no blancos, la seguiente oración de su prosa límpida y elegante perfila la “pléyade ilustre” de afro-brasileños en las ciencias, en la política y en la literatura. En la “literatura mestiza”, él incluye escritores que hasta hoy se representan como blancos: ¡Gonçalves Dias y Machado de Assis! En una palabra, aunque solapados por la desigualdad social, los afro-brasileños se destacaron en los campos más diferenciados.
Lo más icónico es que Querino escribió su obra de valorización del afro-brasileño en un contexto presionado por el racismo científico (para el contexto de su obra y biografía, cf. Gledhill, 2010, 2014; Leal, 2016). Y lo afrontaba: “dejamos aquí consignada nuestra protesta contra el modo desdeñoso e injusto por el que se busca suprimir al africano, acusándolo constantemente de arrogante y grosero, como cualidad congénita y no como simples condición circunstancial” (Querino 1938:22). Él realzaba fuertemente la capacidad de “evolucionar” del africano. Su reiterada afirmación de que los africanos modelaron hábil y creativamente la vida brasileña fue innovadora para su época (algo que normalmente se atribuye a Gilberto Freyre). Como intelectual y activista, Querino nos dejó un legado fundamental para la historia de los africanos y de la negritud en Brasil. Lamentablemente, su obra, incluso en Brasil, es poco conocida.
Su obra de valorización de la negritud, su consciencia cristalina sobre el color de la piel como definidor de clase social, su activismo bifronte en la política y en la educación, sirven como dimensiones para el punto arquimediano de la arqueología afro-latina-americana – así como también pueden servir a los estudios afro-latinoamericanos. En primer lugar, porque Querino fue parte de una red formada por intelectuales africanos y afrodescendientes cuya extensión notable incluyó a Estados Unidos, África, Europa y el Caribe (Guridy 2010). Ejemplifiquémoslo: el programa educativo de Booker T. Washington (1856-1915) influenció a Querino (Gates, 2014:21; Gledhill, 2014). Los contactos posibilitados por la experiencia de la diáspora, por la vivencia del racismo y del lugar de clase de los afro-americanos se intensificaron a partir del comienzo del siglo XX, pero provienen de procesos que datan de los años 1600 (Putnam, 2018).
La ética de esas experiencias diaspóricas compartidas y del activismo nunca se confinaron a las fronteras nacionales. A nuestro modo de ver, los estudios afro-latinoamericanos deberían adoptar esa ética, pues, lo que W. E. B Du Bois (1868-1963) escribió en el comienzo del siglo XX, infelizmente continua verdadero en el siglo XXI: el problema de la línea de color afecta duramente a los afro-americanos, pero no es un problema sólo de ellos (Du Bois, 2012 [1903]); es una línea divisoria concreta, palpable, material, escindida por el color de la piel, las jerarquías sociales contemporáneas y que cruza fronteras nacionales. Los estudios afro-latinoamericanos deberían coser nuevamente esas redes internacionales de investigación y activismo. Investigaciones comparativas y de activismo mundializados permitirían la discusión de los problemas y experiencias comunes de afro-latinoamericanos, posibilitando formulaciones de políticas afro-reparatorias más abarcadoras y consistentes.
Lo que implica, en segundo lugar, proseguir la obra iniciada por Querino y otros intelectuales afros: la valorización de la cultura africana y afrodescendiente. Estudios afro-latinos comparativos y activistas podrán favorecer las experiencias compartidas sobre la creación de narrativas antirracistas en un contexto en que el racismo y sus colecciones de estereotipos se recrudecen en América Latina. En efecto, todos los temas discutidos en este ensayo permiten narrativas sobre las complejidades de la diáspora africana y sus implicancias en la contemporaneidad en términos de clase, distribución de recursos y riqueza, estilos de libertad, derechos humanos, y como corolario, discusiones sobre el eje central de las afro-reparaciones: justicia social.
En cuanto a los estudios afro-latinoamericanos, la arqueología puede desempeñar un papel singular. Al contrario de otras humanidades, cabe a la arqueología, primordialmente, el estudio de las materialidades de la diáspora afro-latinoamericana. Anders Andrén (1997), en el final de los años 1990, ya decía que la arqueología histórica, al construir el pasado, deconstruye el presente. Ella deconstruye ideologías como el racismo, estimulando los sentidos sobre los objetos del pasado, proporcionando a las personas, como en el arte, la inmersión en otras alteridades, formas y estilos. Aunque no son tan fácilmente comparables, ciencia y arte son inherentemente creativas (Gould, 2000). Las ontologías afro-latinoamericanas, en esa línea de raciocinio, podrían ser sentidas, visualizadas, tocadas, aprehendidas en su poética. Eso puede ser realizado, como argumentamos más arriba, por medio de políticas de patrimonio cultural no ajenas a las comunidades afro-latinoamericanas, haciendo de la investigación colaborativa un medio de creación de narrativas concretas y contestarias; esto es, afro-reparativas. La arqueología tiene algo de chamanismo (Ruibal, 2012): evoca imágenes e historias ancestrales. Puede dialogar con las ontologías afro-latinas, cuya poética encantada envuelve objetos, lugares, personas y memorias en la misma urdidumbre de un presente aún pigmentocrático.
Las discusiones de nuestro workshop muestran que el foco en la arqueología afro-latinamericana redirecciona la manera de pensar la arqueología, la antropología y los estudios afro-latinoamericanos. Las condiciones extraordinarias de formación de América Latina, su larga, profunda y enmarañada historia con africanos y sus descendientes, colocan en movimiento procesos aún vivos en las experiencias de las personas de hoy. El talento de la arqueología para revelar, contextualizar e interpretar materialidades es central para las necesidades actuales y luchas afro-latinoamericanas. El trabajo de la arqueología afro-latina no es una reliquia curiosa de un pasado polvoriento, mas sí camino posible para un futuro más equitativo. Abre avenidas para políticas afro-reparativas. La contemporánea relevancia política y social de la arqueología es una de las principales razones por las cuales la colaboración con las comunidades afro, en el presente y en el futuro, es tan importante.
La arqueología afro-latinamericana se sitúa más allá de la visión tradicional de la disciplina: el estudio sobre los muertos que vivieron en el pasado. La arqueología siempre tiene que ver con el presente, especialmente cuando pensamos en la población afro-latinoamericana y sus demandas por justicia social. No hay arqueología del muerto cuando trabajamos en contextos afro-latinoamericanos. Como dejaron bien claro pensadores descoloniales latinoamericanos como Anibal Quijano, Enrique Dussel y Walter Mignolo: América Latina es el prototipo de modernidad y de colonialidad. Es eldatum zerode procesos históricos que aún nos estructuran: capitalismo predatorio, esclavismo y racismo, y de las variadas formas de resistir a la colonialidad y de inventar estilos de libertad. La arqueología afro-latina, centrándose en la creación de narrativas capaces de impulsar políticas afro-reparativas, puede ayudar a desnaturalizar el racismo y su correlato más ubicuo en América Latina: la desigualdad social (Andrews, 2018).
Aunque el trabajo de cada uno de los miembros del workshop sea altamente valioso por sí sólo, el efecto combinado de sus investigaciones abrió una visión expresiva de cuestiones antropológicas cruciales como raza, racismo, ontologías, etc. En suma, todos los temas tratados en este ensayo son antropológicos. Ellos permiten desnaturalizar categorías utilizadas para clasificar, dividir y ordenar cosas y personas. El orden es la aspiración logocéntrica, la construcción intencionada de una jerarquía para dominar, colonizar. Al desnaturalizar categorías, sobre todo cuando las confrontamos con teorías nativas, podemos revertir jerarquías y pensar, bajo otros ángulos, cosas y personas. Cuando se habla de descolonización de una disciplina, como la antropología, la desnaturalización de categorías debería ser la primera tarea, tanto más cuando ella se dedica a los estudios afro-latinos y al activismo afroreparativo.
El valor de la arqueología como campo de la antropología no es la discreción o la moderación; al contrario, ella lo integra con formas alternativas de entender categorías que palpitan en el corazón de la disciplina. La arqueología afro-latinoamericanatambién empuja las fronteras de la disciplina como un todo a la trasposición de los límites que típicamente separan a los arqueólogos de historiadores, sociólogos, lingüistas; en una palabra, de los otros campos de estudio afro-latinos. Alejandro de la Fuente observó que una de las lecciones más valiosas de nuestro workshop fue la de apuntar a la necesidad de insertar la arqueología afro-latinoamericana en los debates más amplios de los estudios afro-latinoamericanos, y delinear el potencial de la arqueología, sus especificidades y contribuciones impares para el campo. La persistencia de ese diálogo, en el futuro, podrá impulsar los modos de comprensión y los resultados de los estudios afro-latinoamericanos para un nuevo lugar, fundado en la sinergia interdisciplinar y en la colaboración umbilical con las comunidades afro-latinas.
La ética de nuestro workshop de trascender las barreras de los Estados-nación al avance y a la comunicación se manifiesta en la organización que venimos haciendo del sitio afro-latin.org. Ese recurso digital, ofertado en inglés, portugués y español, tiene el objetivo de proporcionar a los estudiosos y a las comunidades afro-latinas posibilidades de aprender conjuntamente, de conocer mutuamente sus trabajos, de solicitar contribuciones para conferencias, publicaciones y exposiciones, de ayudarse con iniciativas colaborativas diversas, entre otros propósitos. Anhelamos, más de lo que esperamos, que este sitio sea un lugar de encuentro para la formación de redes de investigación comparativas y de activismo afro-reparativo mundializado.
1. Quilombo (maroon en inglés; marronnage en francés) tiene origen en la lengua Bantú, y sus registros remontan a la documentación colonial portuguesa del siglo XVI. Al contrario de su significado en español (lío, barullo, gresca, desorden, prostíbulo), en portugués, quilombo, como se verá más adelante, fueron los asentamientos creados por africanos y africanas que huían de la esclavitud.
2. Senzala es el termino en portugués para vivienda de esclavizados y esclavizadas. Es una palabra de origen bantú, sobre la cual hay registros desde el siglo XVI en la documentación colonial de Brasil.
3. Luís C. P. Symanski (UFMG) nos llamó la atención sobre esto durante la banca de defensa de maestría de Víctor Gomes Monteiro (2016). Agradecemos a él por esta perspicaz observación.
4. Otra interpretación de esta discusión se encuentra en el texto de cualificación de doctorado de Elis Meza (2018), estudiante del programa de posgrado en Antropología de la UFPel, quién fue dirigida por uno de nosotros (LMF).
El workshop de 2017 fue posible gracias al apoyo del Instituto de Investigación Afro-Latino-Americano del Centro Hutchins de Investigación Africana y Afro-Americana de la Universidad de Harvard. Una beca de estudio de la Fundación Wenner-Gren (Gr. CONF-548) para investigación antropológica fue una importante fuente de financiamiento para el evento. Somos gratos a Bronia Greskovicova-Chang, Coordinadora de Programas del Instituto de Investigación Afro-Latinoamericana, por su energía y creatividad; sus esfuerzos hicieron del workshop el suceso que fue. Alejandro de La Fuente es un colega ejemplar e inspirador, cuyo apoyo multifacético hacia esta iniciativa merece nuestra más profunda gratitud. Este ensayo debe mucho al Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), por propiciar a uno de nosotros (LMF) una beca de pos-doctorado. Sin esa beca, no podríamos haber discutido, presencialmente, varias cuestiones de este ensayo. Agradecemos, también, al soporte brindado por el Departamento de Sociología y Antropología de Illinois State University.
La traducción de este artículo fue hecha por Analia Garcia, y revisada por uno de nosostros (LMF).
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